Como cada lunes por medio un cuarto para las siete, Rolando y yo entramos al supermercado a bordo de nuestros respectivos carritos. Él se va directo a las galletas y pasteles. Yo prefiero empezar por el vino y las verduras.
Comprar separados fue una estrategia que se me ocurrió para ahorrar tiempo, para no entramparnos en discutir acerca de las ventajas de la lechuga escarola, la hidropónica o la costina, por poner un ejemplo. Y es que, además, tenemos ritmos distintos. Él podría quedarse una hora seleccionando rigurosamente, pescados, alfajores o tallarines. No se pierde una degustación. Es capaz de probar todas las marcas nuevas y actúa de acuerdo a un plan preconcebido: un menú semanal que diseña justo en el momento en el que entramos al supermercado.
Yo soy diferente, seguramente más fome, práctica, pero definitivamente, más económica. Antes de salir repaso todo lo que necesitamos y hago una lista. No me gustaría llegar a la casa de vuelta y descubrir que me gasté una millonada en cosas ricas y que no traje nada de lo que realmente necesitábamos.
Al ritmo de la insufrible música que acompaña nuestras compras, nos reunimos después de una hora en aquella caja que acordamos y que, invariablemente, tiene más gente esperando que las demás. En esa etapa de la aventura, nuestros carros se reúnen y convierten en uno solo, que ahora contiene un resumen, una versión actualizada del pacto entre los productos que realmente necesitamos y aquellos sin los cuales no vale la pena vivir, chocolates incluidos. En fin, ya podemos respirar tranquilos y bien surtidos durante las próximas dos semanas. Y ustedes ¿cada cuánto tiempo se embarca en esta aventura? ¿Tienen algún tip que lo haga más fácil? Foto vía Flickr.