La mayoría de las personas tiene en su casa un paquete harina blanca, pero muy pocos tenemos harina integral. Claro, estamos acostumbrados, porque es más común encontrar harina blanca en las tiendas y en los supermercados e incluso su nombre nos hace pensar que es mejor, porque es refinada, pero en realidad es todo lo contrario.
La harina integral es básicamente el grano de trigo molido, sin procesar ni refinar. Por lo mismo, mantiene todas sus propiedades: fibra, vitaminas B y E, ácidos grasos esenciales, hierro, magnesio, zinc, potasio y manganeso. Además, tiene un índice glicémico bajo, lo que implica que al consumir productos con harina integral, se van integrando poco a poco al torrente sanguíneo, lo que favorece una sensación de saciedad más prolongada y -a la vez- evita que haya exceso de insulina y/o glucosa circulante en la sangre.
La harina refinada, por su parte, es el resultado de un proceso en el que se separa el salvado de trigo y el germen de grano del endospermo (es la parte de mayor tamaño del grano de trigo y está formada en su mayoría por almidón y algo de proteína) y se muele sólo este último, formando la harina blanca que todos conocemos.
Si bien la harina refinada tiene mayor durabilidad, ya que el germen de trigo hace que la harina integral se arrancie con mayor rapidez, la verdad es que carece de nutrientes y fibras y sólo aporta carbohidratos altos en calorías, además de un altísimo índice glicémico.
Con la harina integral puedes hacer las mismas preparaciones que acostumbras hacer con la harina refinada, quedan igual de ricas y tendrán un contenido nutricional mucho mayor. Puede que no te dure un año entero en la despensa, ¡pero puedes usar eso como una excusa para usar tu horno más seguido :)!
Foto: Flickr Arandall